viernes, 22 de agosto de 2025

Contra el Tiempo...

 

Sonó el despertador a las 0545 am, lo apagué y encendí el velador. Algunos me critican por seguir utilizando una tecnología “obsoleta”, pero es que el despertador tiene un encanto que difícilmente pueda tener un aparato de esos de última generación o al menos pueda igualar.

Como primera instancia, me gusta despertar con ese sonido metálico del pequeño martillo golpeando las campanillas a un ritmo frenético, dándote la pauta de que cuando acabe aquello, no tendrás un plan B, o te despertaste, o fuiste… Segundo, el despertador te implica una “responsabilidad” intrínseca, un compromiso diario. Deberás darle cuerda noche tras noche, tanto para seguir funcionando, como para que suene a la hora deseada.

Aquella decena de pequeños engranajes moviéndose a un ritmo constante de “tiqui- taca, tiqui- taca” es, para algunos, una pequeña cajita musical que nos ayuda a conciliar el sueño, una nana que nos canta suaves y tiernas melodías infantiles casi al oído.

Me acomodé un poco en la cama, como para hacer fiaca, tan solo unos minutos más...sin darme cuenta que son esos “cinco de más”, los que te terminan complicando el día. 

Me desperté asustado y miré la hora… eran las 0612, estaba a tres minutos de tener que salir para mi trabajo si quería llegar a tiempo, y aún estaba acostado… me había dormido.

A la mayor velocidad de la cual me fue disponible, salte de la cama y comencé a cambiarme, rápidamente corrí hacia el baño, me cepille los dientes, mientras me lavaba la cara y me peinaba casi todo al mismo tiempo…

Mientras la adrenalina corría por mis venas, me moví con una rapidez que mi cuerpo ya no recordaba. Con una mano buscaba las llaves del auto, mientras con la otra me ataba los cordones de los zapatos. No había tiempo para café ni para desayunar; solo para el ritual matutino de revisar que la billetera y el celular estuvieran en su lugar. Cada movimiento era una coreografía apurada y precisa, optimizada por años de mañanas caóticas como esta. Abrí la puerta que da a la cochera de un tirón y bajé las escaleras de dos en dos, un eco de mis años mozos, cuando una mañana como esta no me hubiera costado tanto como ahora.

Al llegar al garaje, mis manos temblorosas buscaron la manija de la puerta del auto. El viejo motor se encendió con un gruñido familiar, como un amigo que se despierta a regañadientes. Me senté y con un suspiro de alivio, ajusté el espejo retrovisor. Por un momento, mi mirada se encontró en el espejo, un reflejo de mi lucha matutina. Con el pie en el acelerador, me preparaba para una carrera contra el tiempo, con el motor rugiendo, debía recuperar en tiempo y hacer en menos de 30 minutos, aquello que normal y diariamente me llevaban un poco más de 45.

Al accionar el motor del portón, la desolación de la calle era extrañamente densa. Una niebla, inusualmente espesa para esa época del año, se aferraba a las luces de la calle y a los arbustos de los jardines, haciendo que las luces brillaran con un halo lechoso y difuso. El aire estaba inmóvil, pesado, sin el menor atisbo de la brisa que normalmente refrescaba las mañanas. A pesar de la urgencia que me quemaba por dentro, algo me hizo detener el auto un instante, un escalofrío que no tenía que ver con la temperatura. El silencio era casi total, un silencio antinatural que solo se veía interrumpido por lejanos y furiosos ladridos de los perros del vecindario, que sonaban como si protestaran contra una presencia invisible.

Mientras avanzaba lentamente, el ruido de mi motor parecía una profanación en ese vacío. La calle, que usualmente a esta hora ya tenía algunas señas de vida (un sereno que regresaba del trabajo, el vecino que salía a correr, o la silueta de alguien esperando el colectivo) estaba completamente desierta. Mis ojos se esforzaron por penetrar la neblina, y por un segundo juré haber visto un movimiento en la vereda, una sombra que se escondió detrás de un árbol. Era solo un instante, una distorsión visual, pero bastó para que la adrenalina de la prisa se mezclara con una nueva y más fría sensación de inquietud. La carrera contra el tiempo había comenzado, pero algo me decía que el reloj no era mi único adversario esta mañana.

Mientras manejaba iba tratando de accionar los desempañadores que se negaban a cumplir del todo con su función, haciendo de mi caos, una desesperada y casi inútil carrera contra el reloj.

Para escapar del inquietante silencio que me rodeaba, encendí la radio, buscando el familiar sonido del chamamé que siempre me acompañaba. Pero en lugar de las melodías que me transportaban a mi tierra, solo encontré un “hiss”, una estática continua y metálica. Pensé que era un problema de la recepción y me apresuré a cambiar de emisora, buscando alguna otra señal que rompiera el mutismo del coche. Sin embargo, no importaba si iba hacia la derecha o hacia la izquierda; las estaciones de noticias, las de rock, y hasta la de música tropical, habían desaparecido. Solo quedaba el mismo estruendo blanco, un sonido sin forma ni sentido, que se sumaba al peso del silencio de la calle. Aquel vacío auditivo, tan ajeno a mi ritual matutino, se convirtió en una nueva señal de que algo estaba mal, mucho más allá de mi simple retraso.

Hice lo que todos sabemos no tenemos que hacer, y sin embargo hacemos, tomé el teléfono y me dispuse a llamar a mi trabajo para avisar que llegaba tarde.

El teléfono sonaba contra mi oído.

-Hotel Presidencial, buenos días…- se escuchó una voz.

-Enano, soy yo, me dormí, pe...- Intenté soltarle la explicación con la misma prisa con la que me había vestido, pero la respuesta que recibí fue la misma, aunque cordial…fría y formal:

-Hotel Presidencial, buenos días.

 Me quedé en silencio, confundido. ¿No me había escuchado? Volví a hablar, esta vez más fuerte, pero al otro lado no había respuesta, solo la voz automatizada que repetía el saludo. Era como si mi voz se estuviera perdiendo en el éter, sin llegar a su destino. Colgué de golpe, mirando la pantalla del celular, para ver si mostraba "sin servicio", pero no. No era una falla en mi tecnología, ni una mala señal momentánea. El silencio en las calles, la niebla, el teléfono que no funcionaba... todo se estaba alineando en una inquietante sinfonía de anormalidad.

Volví a intentar tan solo un kilómetro más adelante. Para mi alivio, la llamada se conectó de inmediato. Del otro lado, se escuchó el familiar saludo.

-Hotel Presidencial, buenos días…

-Enano, me dormí, pero estoy yendo… te pido mil disculpas…

Al otro lado, un silencio profundo, total. No se escuchaba el murmullo de un lobby ajetreado, ni el eco de pasos, ni nada. Era un vacío sonoro que me hizo bajar el volumen de la radio que continuaba buscando emisoras activas, como si el propio silencio tuviera algo que decir.

- ¿Quién habla?

La pregunta, seca y sin reconocimiento, me golpeó el estómago. Era la voz de mi colega, compañero...mi amigo de años, pero con un tono que no conocía, despojada de toda familiaridad.

-Yo, boludo… Mario.

- ¿Qué Mario?

La voz al otro lado se volvió impaciente. La sangre me subió a la cabeza. ¿Acaso era una broma de muy mal gusto?

- ¿Cómo que qué Mario, salame?, tu compañero de trabajo! ¡El que se durmió, pelotudo! -grité, sintiendo que la cordura me abandonaba.

Lo que siguió fue un silencio breve, un respiro de nada. Y luego, el estallido:

-Andate a la puta que te parió, pelotudo... -y la línea se cortó de golpe. El pitido final, agudo y seco, resonó en el habitáculo del auto como un disparo. Me quedé con el teléfono en la mano, mudo, sintiendo que el mundo, el real, se había desvanecido. Ya no estaba en mi rutina, ni en mi coche. Estaba perdido.

Con el pulso a mil por el insulto, volví a marcar, esta vez decidido a terminar con la broma pesada de mi compañero. El teléfono sonó y él respondió de inmediato, pero su voz ya no sonaba impaciente, sino cautelosa, como el de alguien que sigue la espera, la estacada.

- ¿Quién sos en realidad? Deja de hinchar, la concha de tu madre, a la gente que está laburando- Dijo, con un tono que me taladró los oídos.

Me tragué la rabia y el miedo, y decidí que no había tiempo para rodeos. Tenía que dar una prueba irrefutable, algo que solo un amigo de toda la vida podría saber.

-Soy yo Gastón, Mario- Grité, sintiendo la desesperación subir por mi garganta- el padrino de tu hija.  La enana, se llama así por la profesora de Lengua con la que perdiste la virginidad en el colegio- un dato que yo, y tan solo yo conocía.

El silencio que siguió fue más abrumador que el estruendo de la estática. Podía escucha su respiración entrecortada al otro lado de la línea. Era como si le hubiera soltado una bomba. Las barreras de su incredulidad se habían desmoronado, pero en su lugar, me hizo un comentario que me heló la sangre.

-Es... es… es imposible, Mario... - murmuró, con la voz quebrándose. – estás…estás (y su garganta rompía en llanto) estás muerto Mario. Hoy… hoy se cumple un año... Hoy se cumple un año desde tu accidente.

La llamada se cortó de repente. El silencio total del auto se volvió un eco de mis pensamientos. La niebla se había puesto mucho más espesa ahora, y el sol, aunque débil, comenzaba a asomarse por el horizonte.

De repente, el mundo exterior desapareció. Como una película en cámara rápida, mi mente redujo los momentos de la última vida. La densa niebla matutina... el motor de un camión rugiendo de la nada... el chirrido agudo de mis frenos que no alcanzaron para evitar el impacto. Y la radio, que venía con el chamamé al mango… quedaba solo emitiendo estática. De repente se llenó el ambiente con un eco distante de sirenas de ambulancias. Ya no era yo quien conducía; era solo un espectador más en aquella escena. Observaba desde arriba, con la gente del vecindario corriendo y agolpándose alrededor, viendo a un hombre inerte en el asiento del conductor, atrapado entre los hierros retorcidos de lo que alguna vez fue mi auto. Con cada recuerdo, la línea entre la realidad y el más allá se difuminaba. Mi carrera contra el tiempo había terminado, pero la peor de todas las luchas estaba por empezar. La mano que sostenía el volante comenzó a temblar con una creciente inquietud.

El pánico que se había sumado a mi estrés se convirtió en una certeza gélida. Ya no se trataba de llegar tarde al trabajo, sino de si iba a llegar a alguna parte. La carrera contra el reloj había terminado; ahora la carrera era contra algo más. Bajé la velocidad, y el motor de mi viejo auto se convirtió en el único sonido en el aire, quebrando un silencio que se sentía como el de una tumba. A pesar de la niebla y la visibilidad casi nula, mis ojos se esforzaron por ver algo que me sacara de esa pesadilla solitaria.

Y lo encontraron. Bajo la luz tenue de un farol, vi una figura inmóvil de pie en la vereda. Era una silueta humana, pero su quietud era extraña, casi antinatural. No se movía, ni intentaba resguardarse de la neblina. Por un segundo, sentí un alivio genuino al ver a alguien, pero ese sentimiento se evaporó cuando noté que no estaba solo. Al menos a la distancia, había más de una. No una, sino varias figuras, distribuidas a lo largo de la calle, todas en la misma postura, como estatuas de sal esperando un final.

Como de la nada misma, cuatro luces enceguecedoras venían de frente, o mejor dicho, iba yo hacia ellas… levante mi brazo para resguardarme de aquella ceguera temporal…

Me desperté asustado y miré la hora… eran las 0612, estaba a tres minutos de tener que salir para mi trabajo si quería llegar a tiempo, y aún estaba en la cama…  

Empecé a llorar, me dio miedo levantarme…